Vol.10 - La misma mujer distinta- Mikel Erentxun


VOL. 10: La misma mujer distinta — Mikel Erentxun

Sonó como si nada. Fue un Kairós. Y aunque después doliera, me empujó hacia donde tenía que estar. 


Dicen los griegos que no todo el tiempo es igual.
Que existe el chrónos (χρόνος), que es el tiempo que miden los relojes y agendas —los días que simplemente pasan sin pena ni gloria.
Y luego está el Kairós (καιρός): el instante perfecto, el momento oportuno.

Esta historia transcurre en uno de esos días.
No fue extraordinario.
Pero fue irrepetible.
Un martes cualquiera que se convirtió en mi Kairós.


¿Tienes una canción que asociarás para siempre a “esa persona” y a “ese momento”?

La mía es esta.
La nuestra era esta.
Y no se me va a olvidar en lo que me queda de vida.


Fue un martes cualquiera.
Aunque no tan cualquiera: era el primer día de mis vacaciones. Ese tipo de día que llevas semanas tachando en el calendario, sin saber que en realidad lo que vas a empezar no es un descanso, sino una historia.

Nos conocíamos de antes.
De hace años. Porque vivir en una ciudad pequeña es lo que tiene: todos somos figurantes en las vidas de los demás antes de convertirnos en protagonistas.
Teníamos amigos en común, muchas casualidades acumuladas, y un hilo invisible que se había ido trenzando.

Pero nunca habíamos quedado.
Nunca.

Eso sí:
Habíamos cantado canciones de Sabina a grito pelado por teléfono.
Él en una ciudad.
Yo en otra.

No sé. Me caía bien.

Unos días antes, coincidiendo en el tiempo, un familiar mío y una familiar suya fueron intervenidos quirúrgicamente.
Recuerdo que empezamos a hablarnos más seguido.
Nos preguntábamos cómo iba la recuperación del otro.
Nos dábamos ánimos.
Como quien no sabe si está hablando por cariño o por consuelo, pero necesita ese rato igual.

Los dos éramos acompañantes.
Y todo el que ha pasado días y noches en un hospital sabe que el tiempo allí pasa a velocidad de caracol.
Que las horas se alargan como pasillos,
y que una voz amiga puede sonar a música,
aunque venga por WhatsApp.

Al lunes me escribió: “Oye, ¿cuándo vienes hasta aquí?”, y yo sin vacilaciones le contesté: “Voy mañana, pero tengo un plan poco usual”.

Y era verdad. Me daba apuro decirle que el motivo de mi viaje no era otro que llevarle dos docenas de huevos a Santa Clara, porque mi hermana se casaba en 15 días.

Tradiciones. De esas que no se cuestionan.

—Ya verás como con esto no llueve —me dijo mi madre al darme la caja.
Y yo cargué con ella como si fuera un tesoro mágico envuelto en superstición y cariño.

Cuando le dije a qué iba, se rió.
—¿En serio? —preguntó con voz de niño pillo—. Pues me encanta el plan.
—Si vienes conmigo, te invito a comer —le dije.

Y así fue.
Como si algo —más fuerte que el plan o los huevos— estuviera a punto de colarse en el calendario.
Como si el kairós ya estuviera en marcha, sin que lo supiéramos.


Yo iba sin ninguna pretensión.
Sin expectativas, sin guión.
Solo llevaba mis cajas de huevos y unas ganas tranquilas de pasar un buen rato.

Al llegar a la estación de tren lo reconocí de lejos.
Y mira que era difícil: había un gentío bajando y yo, con esta miopía que tengo, no soy precisamente una francotiradora del reconocimiento.
Pero sí.
Era él.
Con su andares, con esa media sonrisa que se le escapaba antes que las palabras.

Decidimos coger un taxi.
Había reservado mesa para las 14:30.
Eran las 14:15.
Típico llegar justa y cuando no tarde.
De mí.
De nosotros.

Subimos al coche con la torpeza de los que aún no se han tocado pero ya se están acercando.
La caja de huevos en el regazo, como símbolo involuntario de todo lo que era raro, divertido y accidentalmente íntimo de aquella cita.

Y entonces pasó: una canción desconocida.
Una melodía sin pasado, pero con un presente absoluto.
Uno de esos detalles mínimos donde el kairós se manifiesta.
Empezó a sonar en la radio del taxi:

“La misma mujer distinta”, de Mikel Erentxun.
No la conocíamos.
Ninguno.

Pero nos gustó.
Instantáneamente.

Él hizo un gesto que parecía extraído de mí.
Sacó el móvil sin decir nada y acercó Shazam a la radio.
Yo lo miré de reojo.
La sonrisa se me escapó por la comisura.

Fue uno de esos pequeños momentos donde te das cuenta —con una certeza sin aspavientos— de que estás sentada al lado de alguien que, de alguna manera, ya te ha empezado a entender.

Y eso, a veces, vale más que mil conversaciones.




Fuimos al restaurante bien elegido, al que no había vuelto desde mi Acto de Licenciatura.
Mismo lugar. Otra versión de mí.
O lo que es lo mismo: la misma mujer distinta.

Pero el sitio seguía igual: sobrio, cuidado, con ese olor a salsa bien hecha y madera antigua que te reconcilia con lo conocido.

Sabía que la comida no iba a fallar.
Y no falló.
Pero lo que no esperaba era que el menú viniera con guarnición de risa fácil, miradas cómplices y silencios que no incomodaban.

Nos sentamos frente a frente.
Pidió cerveza.
Yo también.
Brindamos sin brindar del todo, como hacen los que aún no saben qué están celebrando.

Y la conversación fluyó.
Como si ya hubiéramos comido juntos mil veces.
Como si todo lo demás —los hospitales, los audios, los huevos, Sabina— nos hubiera estado preparando para ese plato fuerte.


Al salir de allí, nos acercamos caminando al Convento de las Clarisas.
Íbamos despacio.
Sin prisa.
Ya hablábamos de cosas trascendentales, como si la comida nos hubiera soltado no solo el cuerpo, sino también las defensas.

Entregado el paquete a las hermanas, me animé a hacerme unas fotos en los jardines.
Él insistía:
—¡Salta! Salta fuerte, que quiero que tengas una foto saltando en los Jardines de Santa Clara.

Y salté.
Con vestido. Con nervios. Con risa. Más cortada que el carajo.
Es, hasta hoy, una de las fotos que recuerdo con más cariño.
No por cómo salgo, sino por cómo me sentía:
ligera, espontánea, viva.







Después paseamos por el casco histórico.
Le enseñé lugares emblemáticos para mí, de cuando iba a la facultad.
Rincones que, de pronto, parecían nuevos al verlos con él.

La tarde ya caía cuando me miró y dijo:
—¿Por qué no cambias el billete?

Me detuve.
—¿El tren?

Asintió sin quitarme los ojos de encima.
—Quiero llevarte a un sitio.

No lo dudé.
Porque si el chrónos es el tren que parte a su hora,
el kairós es la intuición que te susurra que hoy no toca marcharse aún.

Y lo hice.
Sin pensarlo demasiado.
Solo lo suficiente como para saber que a veces el plan más sensato es quedarse un poco más.


Acabamos el día tomando unos gintonics en el jardín del bar más bonito de la ciudad.
Para mí, al menos.
Un sitio al que había ido mil veces y que, sin embargo, esa tarde se volvió distinto.
Porque esta vez el día tenía banda sonora, foto propia y destino imprevisto.

Ya estábamos en la hora dorada,
ese momento en el que el sol acaricia más que alumbra,
cuando dulcemente se acercó a mí
y me besó.

No hubo prisa.
Ni duda.
Solo una certeza suave que me recorrió el cuerpo sin hacer ruido.

La hora dorada tiene algo de kairós también: no dura mucho, pero es cuando la luz lo transforma todo.
Y ahí, entre gintónics, jardines y ese beso suave, entendí que el día había sido un regalo raro y perfecto.
Uno de esos que no se repiten.


Había llegado a la ciudad sin ninguna pretensión con él.
Y sin embargo, volví a la estación cogida de su mano.
Conversábamos bajito, como si el día aún no quisiera terminar.

Me besó de nuevo cuando me subí al tren.
Y yo, con la cabeza apoyada en la ventanilla,
fui procesando paso a paso todo lo que había sido ese martes.
Casi sin creérmelo. Con una mezcla de risa nerviosa, vergüenza e ilusión,
que se acentuaba al notar el olor de mi rebequita, la misma que él había llevado al cuello toda la tarde sin decir nada.

Tenía planes con unas amigas esa noche, así que no le escribí al llegar.
Pero al cabo de un rato, sin previo aviso,
me llegó un mensaje de él.

Era el enlace  de Spotify a la canción.
La misma mujer distinta.

Ya éramos banda sonora.
(La misma que sonaría en su coche meses después de camino a la boda de su compañera de trabajo.)

Desde aquel día,
no nos separamos espiritualmente más.

Aunque luego la vida hiciera lo suyo.
Aunque el calendario siguiera girando.
Algo de ese martes se quedó a vivir en nosotros.
Como una canción que, incluso cuando no suena,
te sigue latiendo por dentro.


Nota de la autora

Sirva este relato para honrar lo vivido.

Este texto no busca idealizar, ni abrir heridas.
Lo escribo porque fue verdad. Porque estuve allí.
Porque salté —literalmente— en los Jardines de Santa Clara con el corazón abierto y sin miedo.
Porque hubo un martes que no fue cualquiera.
Y aunque el final llegó cargado de sombras, hubo un comienzo luminoso que merece ser honrado.

A veces, lo que importa no es cuánto dura una historia, sino en qué momento llega.
Los griegos lo llamaban kairós: ese instante en el que todo se alinea sin previo aviso, y la vida te ofrece algo real, aunque sea efímero.
Este texto es mi manera de conservar ese momento.
De decir: pasó, y valió la pena.

Nos apoyamos. Nos reímos.
Nos entendimos en cosas pequeñas y grandes.
Me enseñó canciones. Me besó en todas las horas del día.
Y aunque luego se fue —y sí, me rompió—, también hubo verdad. Y eso no se niega.

Empezamos con huevos.
Y, bueno… alguien los perdió por el camino.
Cosas que pasan.

Hoy prefiero recordar sin rencor.
Porque aunque lo que ocurrió después no fuera justo,
hubo un instante en que todo lo fue.

Y ese martes, con canción propia,
fue mi pequeño kairós.

Desde entonces, sigo siendo la misma mujer.
Pero también, distinta.
Como si la canción lo hubiera sabido antes que yo.

Ah, y por cierto: no sé si Santa Clara obró el milagro,
pero en la boda de mi hermana no llovió ni una gota,
aunque los pronósticos anunciaban el diluvio universal.

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