Paralelo II - Cuando el amor era esperar al miércoles.

Mis padres vivieron un noviazgo a distancia.

Él, en Asturias; ella, en Cataluña.

No había WhatsApp, ni videollamadas, ni “última hora en línea”. Solo cartas —que tardaban días— y llamadas semanales desde una cabina que devoraba monedas sin piedad. No sé qué palabras se dirían cuando sonaba ese “pí” que anunciaba el final (nunca me lo han contado), pero me encanta imaginarles regalándose frases bonitas, coronadas de verdad. Y soñando con que llegara el miércoles —el día que libraba mi madre— para poder hablar sin prisas.

La primera vez que mi padre cogió un avión fue para verla.

Llevan 43 años casados.

A veces parecen "Pepa y Avelino", sí, pero aún se les ve el amor en los ojos. Han sido —y siguen siendo— grandes compañeros de vida.

Antes, la espera era parte del amor: había silencio real, ausencia real y un deseo sostenido durante días sin contacto. Creo que, cuando había que aguardar días por una carta o preparar una llamada con monedas contadas, uno no se entregaba a la ligera. Había intención. Había compromiso.

Hoy, un noviazgo así sería casi impensable. Una relación a distancia pasa por WhatsApp, emojis, doble check azul, ansiedad por el “en línea” sin respuesta. Las cartas han sido sustituidas por notas de voz y mensajes que se eliminan.

La hiperconexión lo ha cambiado todo: podemos sentirnos más cerca pegados a un teléfono... o incluso tener una relación con un teléfono, en lugar de con la persona presente.

Nos enviamos fotos —a veces absurdas—, compartimos documentos, canciones... pero nada de eso garantiza que nos comuniquemos mejor. Supongo que la inmediatez no aporta profundidad; al contrario: la reduce.

El amor de antes requería esperar.
El de ahora exige, muchas veces, desconectarse para no morir de ansiedad en la espera. Y aunque hoy podemos enviar mensajes a cualquier lugar, parece que nunca hemos estado más lejos.

Me gusta pensar que la gente de la generación de mis padres está hecha de otra pasta. Que el amor era más artesanal. Más costoso, sí, pero más valioso.

Los que hemos vivido a caballo entre estos dos cambios de paradigma —seguro que como yo— recordaréis esos primeros amores que te llamaban a casa de tus padres: esperaban la hora acordada, planeaban qué decir, e incluso temían que cogiera el teléfono alguien de tu familia, lo cual exigía valentía y cuidado.

Hoy, con todo al alcance de un clic, parece que el amor también se ha vuelto desechable. Se habla mucho, se siente poco. Se responde rápido, pero se conecta menos. Quizá por eso, lo que antes tardaba en llegar, duraba más. Porque no se trataba solo de estar, sino de querer estar. Y eso —esa decisión de quedarse incluso en la distancia— es lo que marcaba la diferencia.

Y aunque ya nos hemos acostumbrado a esa inmediatez...
A veces me pregunto si no estaremos olvidando cómo se escribe una carta.
De esas que no se borran, ni se dejan en visto. Solo se guardan.

Caray… a veces, cómo se echa de menos lo de antes.








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